Era
un día domingo, bastante soleado, aunque no tan caluroso, ya que
cada tanto corrían ráfagas de viento que te hacían arrepentir de
estar sólo en remerita. Con mis dos primos estuvimos jugando en el
patio hasta hacía muy poco y habíamos entrado en la casa porque
creímos que la comida ya estaba lista, o al menos eso esperábamos,
porque después de estar corriendo y boludeando toda la mañana,
estábamos tan hambrientos, que teníamos el estomago pegado a la
espalda. Pero para nuestra decepción, al entrar en la cocina
comedor, los fideos que estaba preparando mi tía, seguían hirviendo en la olla, la abuela Hilda ya se encontraba sentada a la mesa. Se
había quedado dormida mientras miraba la televisión que estaba
colocada en la pared y que trasmitía a todo volumen. En aquella
oportunidad se trataba de una novela en donde los personajes, por
alguna extraña razón se la pasaban gritando o llorando todo el
tiempo. Parecían maníacos depresivos que estaban
sobremedicados o que necesitaban estarlo. Mi Tía Julia custodiaba
los fideos, mientras escuchaba las noticias en la radio, con el
sonido tan alto como el de la televisión. Y cada tanto con un
tenedor, sacaba un fideo, lo soplaba un cacho y lo probaba.
Mis
primos empezaron a corretearse y a gritar como dementes alrededor de
la mesa, uno de ellos se llevó puesta la silla en la que estaba la
abuela, pero la vieja ni se dio por enterada. En síntesis aquel
ambiente era un quilombo de buenas proporciones. En eso veo que se
abre la puerta de calle y entra, con su enorme cuerpazo, su sonrisa
habitual y su graciosa forma de andar, mi Tío Alberto. El más
copado de todos, debo decir. El Tío Alberto siempre tiene un chiste
para esgrimir y levantar cualquier situación. Es un poco bestia, eso
si. Es bastante bruto con sus manos y rara vez calcula bien su
fuerza. Si el Tío Alberto decide darte un masaje en los hombros
—porque, según él te ve un poco contracturado—, te empieza a
apretujar, de forma tal, que te machaca el musculo trapecio como si
de una milanesa se tratase. Y como se podrán imaginar, como toda
persona que tiene problemas para medir su fuerza, las bromas que más
disfrutaba hacer, eran aquella de carácter físico. En fin, la
cuestión es que al entrar me guiña un ojo y sigilosamente se acercó
desde atrás a mi abuela, que seguía placida en brazos de Morfeo, o
durmiendo como una hija de puta, si quisiéramos ser menos poéticos.
En ese momento suena el teléfono que estaba en el pasillo y mi tía
se dirigió a atender, mientras se limpiaba las manos en el delantal
de cocina. Volví a dirigir la mirada hacia mi tío Alberto y ni
bien estuvo ubicado detrás de la abuela, la abrazó con fuerza y la
levantó por los aires al grito de "¿CÓMO ANDA LA VIEJAAAAA?"
y la volvió a poner en la silla. La vieja se despertó a los gritos
y dando manotazos pues no entendía que carajo estaba pasando y mi
tío en un "intento" de tranquilizarla, le dio un fuerte
abrazo y le apretujó la cara con un prolongado beso en la mejilla ,
cuya fuerza iba crescendo hasta que el ojo “loco” —Así le
decíamos al ojo de vidrio de la abuela, cuando eramos chicos—, no
resistió semejante presión y salió disparado como una bola de
cañón en miniatura. Rebotó contra la pared, ¡Ping! Contra la
mesa, ¡Clank! Le pegó al micoondas ¡Tuk! Se escuchaba la sucesión
vertiginosa de los rebotes uno tras otro. Dio algunos piques en el
suelo y terminó su recorrido con el iris apuntando hacia el Tío
Alberto, como si supiera quien había sido el culpable y quisiera
acusarlo ante nosotros. La abuela para ese entonces tenía los pelos
todos alborotados y estaba hiperventilando como loca —pero
considerando lo ocurrido, era toda una suerte que la vieja aun
respirara, por más fuerte o rápido que lo hiciera—. Mi
tía entró corriendo desesperada a la cocina.
—¿Que
son esos gritos, que le pasa a la abue...? —Dijo, y dejó la frase
suspendida en el aire, porque de pronto se encontró algo mucho más
importante con que lidiar— al entrar en la cocina mi Tía Julia
pisó el ojo de vidrio, se escuchó un fuerte chirrido cuando el ojo
se deslizó presionado por su pie contra el azulejado, y mi tía pegó
un patinazo, como chorizo en fuente de loza. Su cuerpo se torció,
sus pies dejaron de hacer contacto con el piso. Perdió su
verticalidad y se elevó horizontal y veloz por los aires. Sus brazos
se agitaban, en un intento desesperado de poder asirse de lo que
fuera, mientras sus piernas pedaleaban frenéticamente. La expresión
de su rostro era inconfundible. Todos sus pensamientos se agolparon
en uno solo y su mirada lo trasmitía a la perfección: «¡Chau, me
hice mierda!».
El
Tío Alberto estaba con una de sus manos en la boca, para no gritar y
el otro puño cerrado, sujetando el saco de la abuela a la altura del
hombro. Mis primos se habían tomado de ambas manos sin darse cuenta,
y observaban todo con sus bocas abiertas de par en par.
Curiosamente en aquel momento, los sonidos parecían haberse
declarado en huelga. Todo se había sumido en un silencio abrumador.
Nosotros estábamos siguiendo con nuestras miradas el ascendente
recorrido de mi tía, pero incapaces de movernos de nuestros lugares.
La inercia terminó de hacer su trabajo y la gravedad comenzó a
hacer el suyo. La tía, en su desesperación intentó dar un extraño
giro en el aire para acomodarse, como suelen hacer los gatos cuando
están cayendo, pero con una importante diferencia. Mientras que los
gatos aterrizan sobre sus patas, mi tía, en cambio, le dio un fuerte
jetazo al piso. En ese momento los sonidos reanudaron sus labores y a
pesar de que el volumen de la radio y la tele estaban a todo trapo,
el ¡PRRAAAK! Que se oyó cuando los dientes de mi Tía impactaron
contra el suelo, sonó por encima de todo lo demás. Al oír el golpe
cerramos los ojos de forma involuntaria. Contuvimos la respiración y
de a poco los volvimos a abrir, temiendo encontrarnos con un alocado
desfile de dientes por todo el piso, lo que hubiese marcado, casi
seguro, nuestra infancia para siempre. Pero por suerte no sucedió.
Los
dientes de mi Tía si estaban desperdigados por todo el suelo, pero
nuestra infancia, al parecer, no se vio afectada por eso.
Mi
Tío con tanta suavidad y cuidado como pudo, levantó a mi Tía del
piso y retirando una de las sillas de la mesa, la sentó
delicadamente. Con pasos rápidos se acercó hasta la cocina y apagó
el fuego que seguía calentando la olla en la cual, a esas alturas,
los fideos danzaban de forma disparatada. Volvió al lado de mi tía
y tomando en una de sus manos una revista que estaba sobre la mesa,
la abanicaba, mientras que con la mano libre le acariciaba la cabeza.
—¿Qué
le pasó tía? —le preguntó el Tío Alberto, entre risas
nerviosas—, ¿se le cayeron “las sillas del comedor”? Bromeó,
tratando de calmarla.
Por
su parte mi Tía lo miraba con expresión grave, los ojos
entrecerrados y le tiró con una batería de puteadas a la que le
faltaron varias consonantes.
Respecto
a los dientes de la tía, si bien siempre hay uno que otro, que va a
parar debajo de alguna mesada o lugar de difícil acceso, se pudieron
volver a encontrar todos. Lo que curiosamente no pudimos encontrar
nunca, fue el ojo “Loco” de mi abuela. Siendo las once de la
noche y ya estando todos exhaustos por la infructuosa búsqueda,
decidieron darse por vencido. No obstante todos aprendimos algo
aquella vez. Mi tío aprendió las consecuencias que podían traer sus
bromas pesadas. Mi tía, lo importante de no correr durante una
emergencia, mis primos aprendieron el número de peregrinos que hay en
la boca de un ser humano. Y yo, por mi parte, aprendí que, si bien
el ojo de madera que le hice a mi abuela aquella tarde, con mis
mejores fibras y pinturitas, no estaba nada mal, no obstante debía
practicar más con el dibujo, porque la linea de la pupila me salió
con algo de tembleque.
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