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El penal de Maturana

Ramiro Maturana era un jugador de Fútbol profesional, que estaba en los tramos finales de su carrera y no precisamente por tener una edad muy avanzada, a decir verdad cuando tuvo lugar la anécdota que aquí les contaré, “Culito de oro” Maturana —Así es su apodo, y más adelante verán por qué— tenía sólo 23 años y se encontraba en el apogeo de su carrera. El pibe era habilidoso como el solo, las gambetas, tijeras, tacos y chilenas le salían con tanta facilidad y precisión que era un placer verlo jugar. A los 20 años ya estaba considerado el mejor del mundo por lejos y poseía una de las fortunas más grandes por aquel entonces, lo que dio rienda suelta
a sus excentricidades.
—Quiero que el bólido sea exactamente así —Dijo en una oportunidad a un ingeniero automotriz, mientras le entregaba una servilleta de papel con el dibujo de un extraño vehículo, que parecía haber sido dibujado por un niño—. Unos meses más tarde ese dibujo se convirtió en una Ferrari limusina doble piso. Era la única en el mundo —por suerte, porque era engendro espantoso—, tenía unos stickers con chistes obsenos pegados en la parte trasera, una cola de zorro colgando de la antena y como el rojo le parecía que estaba muy trillado para una Ferrari, la mandó pintar de fucsia.
Pero aparte de su habilidad ya mencionada, “Culito de oro” Maturana tenía una cualidad extra, al parecer contaba con toda la suerte del mundo. No importaba que tan marcado se encontrara, ni cuantos defensores tuviese por delante, la suerte siempre lo favorecía. O incluso cuando por esas cosas de la vida le pegaba mal a la pelota —como le puede pasar a cualquiera—, ya sea por un mal cálculo o lo que fuera, aun así el resultado terminaba siendo favorable para él. Recuerdo en un partido por los cuartos de final de la Copa “Presidente Julián Gandorcha” que estando en la mitad de la cancha y al ver al arquero rival adelantado, se apresuró a patear por encima de éste. En su apuro tomó la pelota muy de abajo y le pegó demasiado fuerte, por lo que el balón viajó a una velocidad de mil demonios y seguramente se habría perdido fuera de los limites del estadio de haber seguido su curso, pero no fue así. Porque se estampó contra una paloma que volaba distraída, y se desvió fortuitamente ingresando en el arco y anotando el gol que luego le valdría el triunfo a su equipo. La gente estaba loca de alegría, los papeles picados caían de todas partes y las plumas de la paloma, también. Anécdotas como esa que hablan de la suerte prodigiosa de Ramiro “Culito de oro” Maturana hay cualquier cantidad, pero la que les quiero contar en esta oportunidad es precisamente una que habla de todo lo contrario. Un día funesto, fatídico en el cual la suerte y la buena fortuna le bajaron el pulgar, mal.

Era la fecha final del campeonato. El equipo en aquel entonces de Maturana, Instituto Gonorrea, jugaba el súper clásico contra su archi-rival, Club Atlético Clamidia. Instituto Gonorrea se encontraba a un punto y como escolta del líder, que no era otro, que el Club Atlético Clamidia. La atmósfera de tensión era palpable, todos los jugadores y el equipo técnico estaban al borde del colapso nervioso, era un partido im-por-tan-tí-si-mo. La terna arbitral sabía que debían llevar el partido lo más cortito posible porque la menor equivocación podía hacer que todo se les fuera de las manos. El partido comenzó y la gente en las tribunas estalló de euforia. Ningún equipo le regalaba nada al otro, el partido era muy trabado y disputado, todo venía dentro de lo que se esperaba de un clásico de esa magnitud, hasta que a los 35 minutos del segundo tiempo desde fuera del área, el mediocampista del Club Atlético Clamidia, Juan Garyulo, clavó un tremendo pelotazo en el angulo, que hizo temblar todo el arco y pasaron a ganar el partido. La tribuna en donde estaba la hinchada de Instituto Gonorrea, enmudeció. El nerviosismo creció y comenzó a empeorar todo.
Se estaba terminando el encuentro, el reloj marcaba que ya iban 83 minutos, el partido se volvió tosco por la tensión, mucho pelotazo y mucha patada, no importaba jugar bien, había que ganar si o si. La hinchada ya puteaba abiertamente a los jugadores de Instiuto Gonorrea de arriba a abajo. Y casi como respondiendo a esta presión del publico, a los 87 minutos una serie de rebotes le permitió a Instituto Gonorrea, poder empatar el partido. Esto como se podrán imaginar no solo no calmó los ánimos, sino que instó a la hinchada a presionar aún más —y a putearlos aún más— a los jugadores de Instiuto Gonorrea. A los 89 minutos y medio una durísima infracción de Lorenzo Pascual Pijutti, defensor del Clamidia, provocó el famoso penal que le da el titulo a esta historia.El partido podría decirse que se descontroló, pero la realidad es que se fue al carajo. Pijutti fue corriendo a discutir con el arbitro, arguyendo que no lo había tocado. Sus compañeros intentaron calmarlo, pero Pijutti perdió un poco la calma, y el arbitro, en consecuencia, perdió “un poco” los dientes.
Todos se fueron contra todos, el área del Clamidia se pobló de gente encolerizada, ingresaron los auxiliares de ambos equipos que estaban afuera del campo de juego. Hubo empujones, corridas, volaban las tarjetas rojas, los escupitajos y un juez de línea fue revoleado a la tribuna. La gente estaba descontroladísima. Pero luego de un largo rato, por suerte se logró recuperar un poco la calma y todo volvió lentamente a la normalidad. Los pocos jugadores de ambos equipos que no habían sido expulsados o retirados en camilla por haber sido fajados, mal, durante la brutal pelea, se dispusieron a ocupar sus respectivos lugares, para que el penal se pudiera patear de una vez. El arbitro —suplente, ya que el arbitro titular debió ser llevado de urgencia al hospital para que le pongan en fila los dientes que Pijutti le había piantado a sopapos— Le explicó a los capitanes que una vez pateado el penal se terminaba el partido.

Ramiro Maturana tomó la pelota en sus manos y se dirigió al punto penal. La acomodó con calma, sabiendo que no podía permitirse equivocación ninguna. Si convertía ganaban y eran campeones, pero si fallaba... mejor no pensarlo. Mientras terminaba de acomodar la pelota observó el arco, levanto la vista y miró a la tribuna, que estaba repleta de hinchas de Instituto Gonorrea. Intentó tragar pero tenía la garganta cerrada por los nervios. Se concentró en el arco rival y comenzó a tomar carrera. Todo estaba dispuesto, el arquero se movía de un lado a otro parado en la línea del arco. Una serpentina cayó entre el arquero y Maturana. El arbitro hizo sonar su silbato. El estadio enmudeció. ¡El momento había llegado! Maturana corrió hacia la pelota. Pateó. El balón salió disparado con una velocidad inesperada y con una dirección también inesperada. Por encima de los limites del estadio y jamás se lo volvió a ver.
El arbitro pitó su silbato. El Clamidia era el nuevo campeón.
Maturana mirando el cielo por donde había viajado la pelota, no entendía que fue lo que salió mal. Cuando bajo la vista, se encontró con que los barra bravas que estaban detrás del arco habían roto el alambrado y estaban corriendo en su dirección. No necesitaba verles las caras para saber que estaban furiosos. No lo necesitaba, porque los “Concha de tu madre” y las “Reputísima madre que te parió” a pesar del bullicio se escuchaban a la perfección. Desesperado Maturana giró sobre sus talones y comenzó a correr en dirección a los vestuarios, gambeteando a los contrarios que se encontraban celebrando su nuevo campeonato.
La persecución se dio a través del vestuario y la confitería del estadio, entre otros lugares. Cuando iba por el estacionamiento ya los había perdido de vista. Se parapetó contra una combi a recuperar el aliento y hasta ahí llegó su buena suerte. Los barra bravas se habían escondido detrás de esa misma combi y cuando Maturana se detuvo ahí, le saltaron todos encima. Lo agarraron entre varios y le dieron —al parecer— tantas patadas en el ojete que debió ser sometido de urgencia a un trasplante de coxis.
A los médicos les tomo tres cuartos de hora estabilizarlo. Había llegado bastante maltrecho, pero todos se calmaron un poco cuando lo escucharon hablar y entregarle algo a uno de los médicos.
—Quiero que el coxis sea exactamente así —Le dijo al cirujano, mientras le extendía una servilleta de papel con una tembloroso dibujo y unas extrañas especificaciones escritas en él—.
El cirujano leyó el papel y miró sorprendido a Maturana.
—Los millonarios están todos locos —dijo el facultativo y se retiró de la sala sacudiendo la cabeza.

A los pocos meses Maturana se paseaba en silla de ruedas, dando entrevistas tanto en programas de televisión como de radio y respondiendo las preguntas de los curiosos acerca de su nuevo y flamante coxis, hecho íntegramente de oro. Nunca más volvió a jugar al fútbol, pero se lo puede ver cada tanto paseando por la ciudad en su Ferrari limusina de doble piso fucsia . Y a pesar de todo nadie podrá negar jamás que Rodrigo “Culito de oro” Maturana —como se lo conoció a partir de aquel incidente—, ha sido y será uno de los mejores jugadores de fútbol de todos los tiempos.

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